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nueve ::
Crash >
por J.G. Ballard > [texto publicado por primera vez en la edición
francesa, Calmenn-Lévy, 1974] >>> El matrimonio de la razón y la
pesadilla que dominó el siglo XX ha engendrado un mundo cada vez más
ambiguo. Los espectros de siniestras tecnologías y los sueños que el
dinero puede comprar se mueven en un paisaje de comunicaciónes. El
armamento tecnológico y los anuncios de bebidas gaseosas coexisten
en un dominio de luces enceguecedoras gobernado por la publicidad y
los seudo acontecimientos, la ciencia y la pornografía. Los
leitmotive gemelos de este siglo, el sexo y la paranoia,
presiden nuestras existencias. El júbilo de McLuhan frente a
los mosaicos de información ultrarrápida no basta para que olvidemos
el profundo pesimismo de Freud en El malestar de la
cultura. El vouyerismo, la insatisfacción, la puerilidad de
nuestros sueños y aspiraciones, todas estas enfermedades de la
psique han culminado ahora en la víctima más aterradora de nuestra
época: la muerte del afecto.
Este abandono del sentimiento y la
emoción ha preparado el camino a nuestros placeres más tiernos y
reales: en las excitaciones provocadas por el sufrimiento y la
mutilación; en el sexo como una arena ideal -semejante a un cultivo
de pus estéril- para todas las verónicas de nuestras perversiones;
en nuestro poder de conceptualización, en apariencia ilimitado.
Nuestros hijos tienen menos que temer de los coches en las
autopistas del mañana que del placer con que calculamos sus muertes
futuras de acuerdo con los parámetros más elegantes. Mostrar los
dudosos encantos de la existencia en este glauco paraíso se ha
convertido cada vez más en una función propia de la ciencia ficción.
Creo con firmeza que la CF, considerada a menudo un mero retoño, es
al contrario la principal tradición de una respuesta de la
imaginación frente a la ciencia y la tecnología y que corre en una
línea ininterrumpida de H.G. Wells, Aldous Huxley, y
los autores norteaméricanos modernos de ciencia ficción, hasta los
innovadores de hoy, como William Burroughs.
El "hecho" capital del siglo XX es la
aparición del concepto de posibilidad ilimitada. Este predicado de
la ciencia y la tecnología implica la noción de una moratoria del
pasado -el pasado ya no es pertinente, y tal vez esté muerto- y las
ilimitadas alternativas accesibles en el presente. La filosofía
social y sexual del asiento eyectable une el primer vuelo de los
hermanos Wright con la invención de la píldora.
No parece haber género mejor equipado
que la ciencia ficción para explorar este inmenso continente de lo
posible. Ninguna otra forma narrativa dispone de un repertorio de
imágenes e ideas adecuadas para tratar el presente, y mucho menos el
porvenir. La característica dominante de la novela moderna es su
preocupación por el aislamiento del individuo, la atmósfera de
introspección y alienación, un estado mental que se presenta siempre
como si fuera la marca distintiva de la conciencia del siglo
XX.
Nada menos cierto. Al contrario, a mi
juicio esta psicología procede totalmente del siglo pasado, e
ilustra la reacción contra las presiones de la sociedad burguesa, el
carácter monolítico de la era victoriana y la figura tiránica del
pater familias parapetado en su autoridad sexual y económica. Se
trata de una óptica resueltamente retrospectiva, obsesionada por la
naturaleza subjetiva de la experiencia, y que además tiene como tema
la racionalización de la culpa y el enajenamiento. Los elementos de
esta literatura son la introspección, el pesimismo y la
sofisticación. No obstante, si algo distingue al siglo XX es por
cierto el optimismo, la iconografía del producto de masas, la
ingenuidad, el gozo libre de culpa de todas las posibilidades de la
mente.
La modalidad imaginativa que se
manifiesta hoy en la ciencia ficción no es nueva. Homero,
Shakespeare y Milton inventaron otros mundos para
hablar del nuestro. La acción de la ciencia ficción como un género
separado, de reputación algo dudosa, es un fenómeno reciente y que
está unido a la casi desaparición de la poesía dramática y
filosófica y al lento deterioro de la novela tradicional, cada vez
más dedicada a describir exclusivamente distintos matices de las
relaciones humanas. Entre los temas que la novela tradicional ha
descuidado, los más importantes son sin duda la dinámica de las
sociedades humanas (la novela tradicional tiende a presentarlas como
estáticas) y el puesto del hombre en el universo. Aun ingenua o
crudamente, la ciencia ficción intenta al menos poner un marco
filosófico o metafísico a los acontecimientos más importantes de
nuestras vidas y nuestras conciencias.
Esta defensa general de la ciencia
ficción se debe obviamente a que mi propia carrera de escritor ha
estado unida a ella durante unos veinte años. Desde un principio,
cuando me volví por vez primera hacia el género, tuve la convicción
de que la clave del presente está en el futuro, más que en el
pasado. En esa época, sin embargo, no me satisfacía el apego
convulsivo de la CF por dos temas principales: el espacio exterior y
el futuro remoto. Tanto con propósitos emblemáticos como teóricos y
de programa, di el nombre de "espacio interior" al nuevo territorio
que yo deseaba explorar: ese dominio psicológico (y que aparece, por
ejemplo, en los cuadros surrealistas) donde el mundo exterior de la
realidad y el mundo interior de la mente se encuentran y se funden.
Mi intención primera era escribir una
obra de ficción sobre el mundo actual. En el contexto de la década
del 50, cuando uno podía oír en la radio los primeros mensajes del
Sputnik I, como la señal avanzada de un nuevo universo, este
propósito requería unas técnicas completamente distintas de las
utilizadas por el novelista del siglo XIX. Yo creía en verdad que si
fuera posible borrar del todo la literatura existente, estando
obligados a comenzar de nuevo sin ningún conocimiento del pasado,
todos los escritores empezarían a producir inevitablemente algo muy
semejante a la ciencia ficción.
La ciencia y la tecnología se
multiplican a nuestro alrededor. Cada vez son más ellas las que nos
dictan el lenguaje en que pensamos y hablamos. Utilizamos ese
lenguaje, o enmudecemos.
No obstante, por una paradoja irónica,
la ciencia ficción se convirtió en la primer víctima de este mundo
cambiante que anticipó y ayudó a crear. El porvenir entrevisto por
los autores de las décadas del 40 y el 50 es ya nuestro pasado. Las
imágenes entonces predóminantes, no solo los primeros vuelos a la
luna y los viajes interplanetarios sino también nuestras cambiantes
relaciones sociales y políticas en un mundo gobernado por la
tecnología, hoy parecen los enormes fragmentos de un decorado
teatral desechado. 2001: Odisea del espacio comunicaba esta
impresión de un modo particularmente conmovedor. Este film
anuncia a mi juicio el fin de la época heroica de la ciencia ficción
moderna. Los paisajes y el vestuario cuidadosamente concebidos, las
maquetas espectaculares, me hicieron pensar en Lo que el viento
se llevó; la epopeya tecnológica se transformaba en una especie
de novela histórica al revés, un mundo cerrado donde nunca se
permitía que entrase la luz cruda de la realidad
contemporánea.
Nuestros conceptos de pasado, presente
y futuro necesitan ser revisados, cada vez más. Así como el pasado
mismo -en un plano social y psicológico- fue una víctima de
Hiroshima y la era nuclear, así a su vez el futuro está dejando de
existir, devorado por un presente insaciable. Hemos anexado el
mañana al hoy, lo hemos reducido a una mera alternativa entre otras
que nos ofrecen ahora. Las opciones proliferan a nuestro alrededor.
Vivimos en un mundo casi infantil donde todo deseo, cualquier
posibilidad, trátese de estilos de vida, viajes, identidades
sexuales, puede ser satisfecho en seguida.
Añadiré que a mi criterio el equilibrio
entre realidad y ficción cambió radicalmente en la década del
sesenta, y los papeles se están invirtiendo. Vivimos en un mundo
gobernado por ficciones de toda indole: la producción en masa, la
publicidad, la política conducida como una rama de la publicidad, la
traducción instantánea de la ciencia y la tecnología en imaginería
popular, la confusión y confrontación de identidades en el dominio
de los bienes de consumo, la anulación anticipada, en la pantalla de
TV, de toda reacción personal a alguna experiencia. Vivimos dentro
de una enorme novela. Cada vez es menos necesario que el escritor
invente un contenido ficticio. La ficción ya está ahí. La tarea del
escritor es inventar la realidad.
En el pasado, dábamos siempre por
supuesto que el mundo exterior era la realidad, aunque confusa e
incierta, y que el mundo interior de la mente, con sus sueños,
esperanzas, ambiciones, constituía el dominio de la fantasía y la
imaginación. Al parecer esos roles se han invertido. El método más
prudente y eficaz para afrontar el mundo que nos rodea es
considerarlo completamente ficticio... y recíprocamente, el pequeño
nodo de realidad que nos han dejado está dentro de nuestras cabezas.
La distinción clásica de Freud entre el contenido latente y el
contenido manifiesto de los sueños, entre lo aparente y lo real, hay
que aplicarla hoy al mundo externo de la llamada
realidad.
Frente a estas transformaciones, ¿cuál
es la tarea del escritor? ¿Puede seguir utilizando las técnicas y
perspectivas de la novela del siglo XIX, la narrativa lineal, la
mesurada cronología, los personajes representativos fastuosamente
instalados en un tiempo y un espacio amplios? ¿El tema principal
puede seguir siendo las fuentes pretéritas de un carácter o una
personalidad, la lenta inspección de las raíces, el examen de los
matices más sutiles pueden encontrarse en el mundo del
comportamiento social y las relaciones humanas? ¿Posee aún el
escritor autoridad moral suficiente para inventar un universo
autónomo y cerrado en sí mismo, manejando a sus personajes como un
inquisidor que conoce de antemano todas las preguntas? ¿Tiene
derecho a dejar de lado lo que prefiere no entender, incluyendo sus
motivos y prejuicios, y su propia psicopatología?
Entiendo que el papel, la autoridad y
la libertad misma del escritor han cambiado radicalmente. Estoy
convencido de que en cierto sentido el escritor ya no sabe nada. No
hay en él una actitud moral. Al lector sólo puede ofrecerle el
contenido de su propia mente, una serie de opciones y alternativas
imaginarias. El papel del escritor es hoy el del hombre de ciencia,
en un safari o en el laboratorio, enfrentado a un terreno o tema
absolutamente desconocidos. Todo lo que puede hacer es esbozar
varias hipótesis y confrontarlas con los hechos.
Crash es un libro de ese tipo,
una metáfora extrema para una situación extrema, un conjunto de
medidas desesperadas a las que sólo se recurrirá en caso de
emergencia. Si no me equivoco, y si lo que he hecho en estos últimos
años es intentar redescubrir el presente, Crash es una novela
apocalíptica de hoy que continúa la serie iniciada por otros libros
míos en los que imaginaba un cataclismo mundial en un futuro cercano
o inmediato: El mundo sumergido, La sequía y El
mundo de cristal.
Crash por supuesto no trata de
una catástrofe imaginaria, por muy próxima que pueda parecer, sino
de un cataclismo pandémico institucionalizado en todas las
sociedades industriales, y que provoca cada año miles de muertos y
millones de heridos. ¿Es lícito ver en los accidentes de automóvil
un siniestro presagio de una boda de pesadilla entre la tecnología y
el sexo? ¿La tecnología moderna llegará a proporcionarnos unos
instrumentos hasta ahora inconcebibles para que exploremos nuestra
propia psicopatología? ¿Estas nuevas fijaciones de nuestra
perversidad innata podrán ser de algún modo benéficas? ¿No estamos
asistiendo al desarrollo de una tecnología perversa, más poderosa
que la razón?
A lo largo de Crash he tratado
el automóvil no sólo como una metáfora total de la vida del hombre
en la sociedad contemporánea. En este sentido la novela tiene una
intención política completamente separada del contenido sexual, pero
aún así prefiero pensar que Crash es la primera novela
pornográfica basada en la tecnología. En cierto sentido, la
pornografía es la forma narrativa más interesante políticamente,
pues muestra cómo nos manipulamos y explotamos los unos a los otros
de la manera más compulsiva y despiadada.
Por supuesto, la función última de
Crash es admonitoria, una advertencia contra ese dominio de
fulgores estridentes, erótico y brutal, que nos hace señas,
llamándonos cada vez con mayor persuasión desde las orillas del
paisaje tecnológico.
:: prólogo de la
novela editada en español por Minotauro > Crash, J.G. Ballard,
1973
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