félix on Fri, 12 Oct 2001 05:02:06 +0200 (CEST)


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La primera guerra del nuevo siglo
Por Raúl A. Wiener 

Hay un contraste muy alto entre el discurso oficial 
norteamericano que prepara a su pueblo para un largo, 
sostenido y, probablemente, muy costoso período de 
guerra, y la propaganda diaria que da cuenta de los 
rápidos y demoledores éxitos obtenidos con la 
invencible tecnología del imperio que habría hecho 
posible dominar los cielos de Afganistán en apenas dos 
días de implacable bombardeo. Parecería que la campaña 
en marcha fuese a ser casi un paseo. Si ejércitos 
relativamente poderosos como los de Irak y Yugoslavia, 
no pudieron resistir la avalancha de misiles 
teledirigidos, aviones fantasmas, bombarderos 
intercontinentales, satélites que lo controlan todo y 
soldados que evitan el combate directo, ¿qué podría 
esperarse de un Estado carente de recursos y dinero, 
dividido por una interminable guerra civil y dotado de 
armamento de desecho del conflicto con los rusos de 
hace más de diez años?. 
Pienso, sin embargo, que las prevenciones lanzadas en 
los mensajes de Bush, probablemente dictadas por sus 
más cercanos colaboradores mucho más perspicaces que el 
presidente, responden al cálculo de que muy pronto la 
opinión pública norteamericana y mundial superará la 
intoxicación propagandística y empezará a preguntarse 
qué tiene que ver la destrucción de Kabul y otras 
ciudades de una de las naciones más pobres y atrasadas 
del planeta, con la seguridad de los Estados Unidos y 
la eliminación de la posibilidad de un nuevo atentado 
de magnitud como el del último 11 de septiembre. Caído 
el talibán e impuesta la alianza del norte, tan 
fundamentalista como sus rivales y tan brutal en sus 
costumbres atávicas, especialmente las que afectan a 
las mujeres, podrán decir, otra vez, que el bien ha 
triunfado sobre el mal, sobre todo porque el
“bien” 
tiene mucho dinero y la más sofisticada tecnología, 
pero no podrán hacer eso equivalente a la
“desaparición 
del terrorismo” que es lo que se le ha prometido a los 
norteamericanos. 
La parte policial de toda esta guerra: la captura de 
Bin Laden, va a ser por supuesto mucho más complicada e 
incierta que la demolición con bombas de precisión de 
objetivos fijos, a pesar de los múltiples errores 
inteligentes que se cometen a diario en el fuego que 
cae del aire. Salta a la vista que muchos que han 
justificado la guerra contra Afganistán: “porque su 
gobierno se niega a entregar al jefe de Al Qaeda”, no 
admitirían una declaratoria de guerra a otra nación 
porque existiese la suposición de que en sus fronteras 
se estuviera escondiendo el responsable de haber 
cometido crímenes contra la población civil en otra 
parte del mundo. El ejemplo puede aplicarse a Cuba que 
ha sufrido centenares de atentados organizados desde 
Estados Unidos, por individuos protegidos abiertamente 
por el imperio y que nunca fueron entregados a pesar de 
los elementos incriminatorias en su contra.
El pedido de pruebas que confirmen la participación de 
Bin Laden para discutir su detención y entrega que hizo 
el gobierno afgano, hubiera sonado absolutamente 
coherente en cualquiera otra circunstancia, pero la 
arrogancia norteamericana ha hecho declarar a 
Washington ante el mundo que sólo compartirá las 
supuestas pruebas con sus aliados más cercanos que 
participan del combate y los demás deberán creerle. El 
desprecio obvio hacia el régimen talibán es político, 
económico y cultural, es decir no se le reconoce como 
gobierno con el que tratar; pero esta actitud choca 
duramente con los antecedentes históricos que muestran 
a los presidentes norteamericanos, entre ellos al padre 
del actual Bush, colaborando con la victoria de los 
líderes musulmanes sobre los políticos pro soviéticos 
de su país y las tropas de Moscú, que sufrieron su 
Vietnam particular en la escarpada geografía de esta 
vieja nación del corazón de Asia. El talibán y Bin 
Laden son hijos de esta victoria, aún cuando Estados 
Unidos no quiera acordarse de ello. 
Pero el centro del problema es saber si aún con Bin 
Laden cazado, vivo o muerto, como dice el sheriff de 
esta película, se habrá conseguido la “libertad 
duradera”, que es el nombre que finalmente se le ha 
dado a la campaña de bombardeos en Afganistán, luego de 
haberse proclamado en los días iniciales una ofensiva 
por la “justicia infinita” que resultó demasiado
fuerte 
por la connotación de quién se irroga el papel de 
justiciero y porque se le ponía un plazo abiertamente 
ilimitado a la intervención. ¿Acabará la “guerra al 
terrorismo” si Bin Laden desaparece de la escena?. Es 
bastante evidente que esta no es la idea dominante en 
los círculos del poder norteamericano. Al contrario el 
cálculo de los organismos de seguridad de Norteamérica 
es que los autores del 11 de septiembre, sea la red de 
Bin Laden o cualquier otra organización equivalente, 
mantienen suficiente capacidad instalada dentro de 
Estados Unidos y otros países del occidente 
desarrollado, para una nueva ola de castigos y 
venganzas. La psicosis de guerra bacteriológica, 
aviones secuestrados, cartas explosivas, supuestos 
mensajes en clave, que ha invadido a los Estados Unidos 
no dicen que un Bin Laden perseguido y a la defensiva 
les resulte menos peligroso. 
La “solución definitiva” que Bush ha propuesto a
su 
pueblo y con la que quiere alinear a la mayor parte de 
gobiernos del mundo, no puede quedar atada a la suerte 
de un solo individuo. En primer lugar porque de repente 
nunca lo encuentran; y, en segundo lugar, porque ellos 
saben que los Bin Laden que existen no son tan 
arbitrarios como los presentan y que las condiciones 
para que se reproduzcan están todas sobre la mesa. Más 
aún es evidente que muchos de los que concurren a la 
nueva cruzada sobre oriente lo hacen recordándole a los 
norteamericanos que deben incluir en las listas 
terroristas a sus propios problemas de violencia 
interna. Es el caso de la prometida revisión del caso 
chechenio para poder contar con el valioso apoyo 
político de Rusia a la nueva guerra mundial. 
Siempre se ha dicho que un gobernante debe expresar muy 
clara y puntualmente que es lo que espera de un 
combate. Por ejemplo, la inocente carta de la niña que 
escribe a Bush diciéndole que no quisiera ver partir a 
su padre militar a la guerra pero que si es para lograr 
la libertad está dispuesta a sacrificarlo, utilizada 
durante el discurso de inicio de la nueva intervención 
militar, exige en contrapartida que la Casa Blanca 
pueda decir vamos a ir hasta este punto preciso y luego 
el sacrificio el sacrificio y el riesgo de los soldados 
habrá terminado. Pero ¿qué pasa cuando el primer hombre 
de la primera superpotencia mundial ofrece poder acabar 
con un enemigo invisible, que no sabe donde está y qué 
dimensiones tiene, tomándose el tiempo necesario: un 
día, una semana, un mes, un año, una década, para 
exterminarlo?. ¿Cuándo devolverá el padre a esa niña 
tan ingenua como generosa?. ¿Podrá decir en algún 
momento que se acabó esta guerra?.
Cuando se oye decir que Estados Unidos no limitará su 
intervención a un sólo país o a un único enemigo, y se 
escucha mencionar los nombres de Irak, Libia, Sudán, o 
se pasan listas de organizaciones e individuos 
reputados de terroristas en todo el planeta, incluidos 
las FARC de Colombia, y Toledo reclama que también 
estén los subversivos peruanos, se aprecia de pronto 
que los delirios de Washington pueden ser tan 
descomunales como para embarcarse en una campaña 
interminable, con la ilusión de que la manera de sacar 
la amenaza de guerra de su territorio es instaurarla de 
manera permanente en un número indeterminado de lugares 
del mundo. Con nosotros o con los terroristas, ha dicho 
Bush, a sabiendas que muchísimos pueblos tienen 
interminables motivos para sentirse sistemáticamente 
ofendidos por los Estados Unidos y no tienen el más 
mínimo contacto con las organizaciones del terror.
Hay que explicarse las razones para que el gigante haya 
decidido embarcarse en una conflagración global que ni 
ellos mismos saben hasta dónde puede llevarlos. Puede 
que imaginen que, después de los aviones estrellándose 
contra las torres gemelas y el Pentágono, cualquier 
otra cosa más limitada que no sea la destrucción de uno 
o más países “refugios de terroristas”, sería
una 
evidencia de debilidad para una superpotencia tan 
desproporcionada como es Estados Unidos hoy en día. Así 
que por eso tenían que tener culpable indudable antes 
de una hora de producidos los atentados, a pesar que 
todos los mecanismos de seguridad habían fallado para 
detectar con anticipación una conspiración en gran 
escala y es razonable pensar que no pudieran saber de 
dónde había llegado un golpe tan inesperado. Así 
también se permitieron un ultimátum y una declaratoria 
de guerra por boca del presidente en el mismo día de la 
tragedia, apenas pudo salir de la patética cadena de 
desplazamientos por el país que debió realizar por 
indicación de sus cuidantes para evitar ser alcanzado 
por algún atentado. Pero ese mandatario que falló en 
las horas más críticas se dio el lujo de ignorar en su 
anuncio crucial al conjunto de los mecanismos normales 
de decisión del Estado: Congreso, Consejo de Seguridad, 
Fuerzas Armadas. Igualmente se olvidó hasta hoy de 
hacer la consulta a la ONU, y en los hechos arrastró a 
la guerra a sus aliados de la OTAN, la OEA y los 
gobiernos moderados de oriente. Todos se han tenido que 
alinear al primer arranque y repetir como loros que 
existe el legítimo derecho de la venganza que se ejerce 
sobre el adversario más a la mano. Y decir que 
acompañarán la aventura del imperio hasta que considere 
lavado su honor y aplastados los focos potenciales de 
nuevas acciones de terror. 
Si el problema de toda guerra es reducir las fuerzas 
del adversario y tomar los objetivos planteados, ¿qué 
adversario y que propósitos estaban en la cabeza de 
Bush cuando declaró la guerra y cuando ordenó las 
bombas sobre Kabul?. Me da la impresión que Montaner 
tiene razón cuando afirma que es contra todos sus 
enemigos. Y lo dice convencido de que esto es lo justo. 
Con los Estados Unidos o con los terroristas. Ahí entra 
medio mundo. Desde organizaciones armadas hasta 
gobiernos malvados, desde manifestantes 
antiglobalización hasta intelectuales críticos del 
sistema. ¿Tiene esto sentido?. El imperialismo puede 
ser no sólo opulencia económica, soberbia política y 
arbitrariedad militar. También puede significar mareo 
de altura y pérdida del sentido de realidad. 
Los boys que se preparan para el ataque terrestre en 
Afganistán y asisten al inicio de la primera guerra del 
nuevo siglo pueden tener envidiables físicos e 
invencibles armas para el combate, pero es no les 
cambia las caras de desconcierto. Es la confusión que 
causa disparar en una tierra recorrida por la pobreza y 
la muerte temprana, el observar que las bombas se 
arrojan con comestibles, que el fundamentalismo que les 
dicen van a derrotar es también la marca de sus 
acompañantes del norte, que los terroristas que 
pilotaron gigantescos jets para estrellarlos sobre 
Nueva York y Washington no componen para nada el 
paisaje de estos pueblos de pastores nómades condenados 
a la guerra eterna. Esos militares no saben que les han 
mandado hacer. ¿Lo sabe George W. Bush?. Yo creo que 
no. 


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